25 febrero 2010

Lost (ahora sí)

Mis alumnos se rieron de mí en la cuarta o quinta clase que tuve con ellos porque siempre (todos los días y en todas las clases) la nombraba y la ponía de ejemplo para algo: la forma espectacular en que los diez primeros minutos del episodio piloto presentan una situación, unos personajes y una línea de expectativas; el uso sabio y dinámico del flash-back; los dilemas en los que se encuentran los personajes; la forma en que las experiencias modelan nuestros comportamientos futuros y hasta nuestro carácter.

Pocas personas de mi círculo la siguen. Si la nombro entre mis conocidos, mis amigos o mi familia, todavía me miran como siempre, como si fuera un poco rara. Pero esta serie es más que una serie. Estamos ante un fenómeno mundial. Y, para bien o para mal, yo formo parte de este fenómeno.

Porque soy fan. Declarada, rendida e incondicional. Me gusta, la sigo devotamente, he visto varias veces todas las temporadas y tengo varias listas de preguntas, de las que sé que algunas jamás tendrán respuesta. Le perdono los fallos de tramas, de personajes, las incoherencias o las contradicciones. Las a veces cansinas ambigüedades y el exceso de cliffhangers. Emulando a John Locke y para variar, I’m a believer.

Lost nació con un plazo preestablecido de fin. Desde el principio se sabía cuántas temporadas tendría y cuándo exactamente iba a acabar. Se ha dedicado a hacer preguntas y establecer misterios, resolviendo muy pocos. Muchos espectadores esperan con el alma en vilo a que J.J. Abrams y Carlton Cuse, los responsables del invento, se cubran de gloria o se estrellen en el infierno del descalabro argumental.

Varios países del mundo emitieron el primer episodio de la sexta (y última) temporada la noche del 2 de febrero. En un récord de la televisión en España, Fox emitió ese mismo episodio doblado (y en versión original subtitulada) una semana más tarde, el 9 de Febrero, a las 21.30, y Cuatro a continuación, a las 22.15. Esto ya es un hito. El tiempo récord para subtitular y doblar la serie en España es una demostración de que esta serie ha supuesto el inicio de una revolución para la forma de ver televisión.

Lost fue la serie que provocó la avalancha de descargas de series en todo el mundo, amén del subtitulado y la traducción amateurs para un público global. A partir de esta, poco a poco todas las series, americanas y no americanas, y sus subtítulos en todos los idiomas imaginables se fueron progresivamente poniendo a disposición del público del mundo entero.

La audiencia, gracias a la confluencia de televisión e internet, empezó a ver televisión de verdad “a la carta”: en el idioma elegido, en un horario conveniente y la cantidad de veces que quisiera. El público español, desde luego, aprendió a diferenciar entre las diferentes “temporadas” de una serie. A seguirla en orden cronológico. A comprender las series como obras audiovisuales completas, respetables y, desde luego, en muchos casos, con una alta calidad artística, narrativa y dramática.

Esto, sin olvidar las muchas webs (la imprescindible Lostpedia, la divertidísima Post Lost, la más sesuda y genérica Espoiler) que tratan el asunto desde todos los puntos de vista posibles, más los innumerables foros, los blogs temáticos, las teorías (que jamás leo), las recopilaciones de libros, y los miles de sitios que no conozco y que nunca he visto ni veré. Por no dejar de mencionar los juegos online que resultaron ser un éxito (también internacional).

Ya lo he dicho: esta serie es mucho más que una serie, es un fenómeno. Y no lo digo porque sienta que tenga que justificar una pasión (en el momento en que puedes hacer eso, deja de ser una pasión). Ni porque sienta que estoy sola en una afición (ni es la primera vez ni será la última, y esta soledad es más que relativa en cuanto me asomo al mundo a través de una pantalla de ordenador).

Lo digo porque en los cinco años de su desarrollo, he visto cambiar el mundo. De una forma perceptible, tangible, gracias a ella. Y esto es mucho más de lo que muchos eventos culturales mucho más pretenciosos podrán decir jamás.

Para cerrar, la presentación de un personaje. Uno de los momentos más emocionantes de la serie: un hombre solo que salva el mundo cada 108 minutos. Y que, de repente, ya no está solo más.

23 febrero 2010

Madrid (otra vez)

No sé qué sería de mí si no pudiera volver a pasear por las calles de Madrid. La ciudad que me dio la primera luz (la del Hospital Clínico). En la que viví, trabajé, luché, disfruté y sufrí tantos años, no los mejores años. Los mejores son estos, siempre. Pero pocas cosas me gustan más que volver a Madrid, saber que existe. No hay nada mejor que decidir, entre los múltiples números de teléfono, cuál marco. A quién aviso.

La fascinación, cuando me acerco, de esas cuatro moles que han cambiado para siempre la fisonomía lejana de la ciudad, su silueta recortada contra el cielo. Qué bonita palabra inglesa, skyline. Desde niña he sentido como algo especial el hecho de acercarme a Madrid, verla acercarse y crecer y por fin entrar en el bullicio del tráfico. Hay un momento, poco después de Torrelodones, en que siento que ya he llegado aunque queden al menos 20 minutos para cualquier lugar en el que haya de parar.

Sol, siempre Sol, Preciados o Carmen y Callao (ahora puedo gastarme cien euros en la fnac, cuánto deseé poder hacer algo así), Carrera de San Jerónimo hasta Recoletos y el Paseo del Prado, Huertas abajo. Otras veces por la calle Arenal hasta Ópera (donde siempre he querido vivir), el Palacio Real, los Jardines de Sabatini y bajar hasta la Cuesta de San Vicente, aunque hace años que no llego hasta lo que antes era la estación del Norte y ahora creo que es un centro comercial: al llegar a la Cuesta de San Vicente giro a la derecha y acabo en Plaza de España, donde no solía ir cuando vivía aquí. Cada año algo ha cambiado: hicieron peatonal la calle Arenal, por ejemplo; este año las interminables obras en Sol habían acabado, ya no estaban las sempiternas vallas y la estatua del Oso y el Madroño había cambiado de lugar. La ciudad cambia, crece y evoluciona como los ojos que la miran.

A veces siento una nostalgia feroz de Madrid. Casi llego a desear haber elegido el camino que me hubiera permitido llevar allí la vida que siempre quise, y que no es la vida que llevan la mayor parte de mis conocidos. Una vida sin atascos, sin buscar aparcamiento, sin el metro en hora punta, sin dos horas de desplazamiento a cualquier parte, sin estrecheces económicas, con un ático blanco y luminoso, con cine y cañas y tapas y cenas los viernes y visitas a exposiciones y paseos por el jardín Botánico. Una vida que no sería la vida normal de Madrid.

Como casi siempre en todo lo que amo, amo la imagen que tengo de ella y no lo que ella es realmente. Amo lo que quisiera que fuera, la posibilidad, el sueño. La potencia y no el acto (esta mañana me acordé de Aristóteles y aquí está, ayudándome a escribir esta tontería).

Madrid me dio el cine. Algunos de los mejores amigos que tengo, las historias de amor más vívidas, las más dolorosas, las que aún laten ahí en algún sitio, marcando el ritmo de mi vida aunque sea a mi pesar.

Madrid, por el momento, es la única ciudad en la que me siento en casa, aunque también siento (casi siempre) el íntimo alivio de irme por la A-6, rumbo a mi verdadera casa, al punto en que mis raíces tiran de mí y me dicen quién soy aunque no siempre me guste, aunque me guste más (a veces) cerrar los ojos y mirar la vida que habría podido tener.

14 febrero 2010

Estar en otro sitio

Vuelvo de la calle. Dos pintas de Guinness y un gin tonic. Gente disfrazada.

Me agobia la multitud apelotonada, soy incapaz de disfrutar del ambiente festivo.

Me acuerdo, sin embargo, de la belleza pura vista en el proyecto The Third and the Seventh, de Alex Roman. Belleza sin otro propósito, sin otro mensaje. Textura, luz, color, espacio. Ahí estoy yo. Y no en los humos de los bares, en el ruido, en la gente que mira sin ver.



Mejor dejar que cargue entero antes. Está en HD y tarda un poco, pero merece la pena. Y mejor a pantalla completa.

10 febrero 2010

Un fragmento

Sally y yo, utilizando la materia humana de que todos estamos hechos, nos habíamos esforzado para poner nuestro matrimonio a salvo de cualquier contingencia. La otra característica de los segundos matrimonios —a diferencia de los primeros, que solo requieren un ferviente impulso y hormonas sin travestismos— es que necesitan buenas razones para existir, motivos que es preferible estudiar minuciosamente y entender bien de antemano. Sally y yo llevamos a cabo sendas introspecciones cuando yo aún vivía en Haddam y, cada uno por nuestro lado, llegamos a la conclusión de que el matrimonio —del uno con el otro— prometía más posibilidades de felicidad para ambos de lo que cabía imaginar, y de que ninguno de los dos albergaba dudas sobre las cosas adversas de la vida (la enfermedad, la compartiríamos; la muerte, la esperábamos; la depresión, la trataríamos), y que cuanto más tiempo tardáramos en decidirnos menos tiempo tendríamos para pasar momentos inolvidables. Cosa en la que, por lo que a mí respecta —y me consta que Sally pensaba lo mismo—, acertamos plenamente.

Lo que equivale a decir que hicimos el agradable juego de prestidigitación de compartir la edad adulta. Renunciamos formalmente a nuestra personalidad de solteros. Generalizamos el pasado en beneficio de una pulcra mentalidad de segundo acto que ponía de relieve que la vida se reducía precisamente a su aspecto más visible. Reconocimos que los sentimientos sólidos eran superiores a la felicidad original, y prometimos no preguntarnos nunca si nos queríamos de verdad, de verdad, en el convencimiento de que la afinidad era amor: y nosotros teníamos afinidad. Hicimos hincapié en los matices y propugnamos que éramos lo que parecíamos. Comprobamos que nos portábamos bien en la cama y que la ausencia de intimidad solía ser autoimpuesta. Mantuvimos a nuestros hijos a cautelosa pero (al menos en mi caso) positiva distancia. Dejamos de resaltar el llegar a ser en beneficio del ser. Renunciamos de forma permanente a la melancolía y la nostalgia. Hacíamos cosas absurdas a propósito, como ir en avión a Moline y Flint y volver en el día porque éramos "arqueólogos". Pedíamos menús de Acción de Gracias y Navidad en determinados restaurantes de la autopista de peaje. Pensamos en comprar un refugio de animales de compañía en Nyack, un pequeño hotel en New Hampshire.

En otras palabras, pusimos en práctica lo que el gran novelista dijo sobre el matrimonio (aunque nunca llegó a descubrir el genoma matrimonial). "Si alguna vez me caso", escribió, "haré como si la vida me importara más que ahora". En lo que se refiere a Sally y a mí, teníamos la vida en mucha mayor estima de lo que nunca habíamos imaginado. Para decirlo de la manera más sencilla posible, nos queríamos de verdad y no nos hacíamos muchas preguntas.


Richard Ford, Acción de Gracias, (The lay of the land, 2006, publicado en Anagrama en España en 2008, traducción de Benito Gómez Ibáñez.)

Así me gustaría escribir a mí. Pero cada uno tiene lo que tiene, supongo.

07 febrero 2010

Alexandra Leaving, Leonard Cohen

Basándose en un poema de Constantin Cavafis inspirado en la relación del emperador romano Marco Antonio con la ciudad natal del propio poeta, Alejandría, Leonard Cohen escribió una de sus canciones más memorables y conmovedoras, dedicada al fin del amor, a la despedida. El poema, traducido por Ramón Irigoyen, es este:

El dios abandona a Antonio

Cuando de pronto, a medianoche, se oiga
un cortejo invisible que circula
con músicas excelsas, con clamores -
de tu destino que se entrega, de tus obras
que fracasaron, de los proyectos de tu vida
que tan mal te salieron, no te lamentes en vano.
Como dispuesto desde ha tiempo, como un valiente,
dile adiós a ella, a la Alejandría que se va.
Y sobre todo no te engañes, no digas
que fue un sueño, que fue error de tu oído;
nunca aceptes tan vanas esperanzas.
Como dispuesto desde ha tiempo, como un valiente,
como te va a ti que de una ciudad tal has sido digno,
acércate con entereza a la ventana
y oye con emoción, pero no
con súplicas y quejas de cobarde,
como un último goce, los acordes,
los excelsos instrumentos del misterioso cortejo
y dile adiós a ella, a la Alejandría que tú pierdes.

La canción es esta:





De pronto la noche se vuelve más fría.
El dios del amor se prepara para partir.
Alexandra se encarama sobre sus hombros,
resbalan entre los centinelas del corazón.

Soportados por las simplicidades del placer,
Consiguen la luz, se entrelazan imprecisamente
Y radiantes más allá de tus más anchas medidas
Caen entre las voces y el vino.

No es una trampa en que todos tus sentidos
[te engañan,
un sueño irregular que la mañana agotará,
Dile adiós a Alexandra que se va,
Después, dile adiós a Alexandra perdida.

Aunque duerme sobre tu satén;
aunque te despierta con un beso.
No digas que el momento fue imaginado;
No te rebajes a estrategias como esa.

Como alguien que se ha preparado mucho tiempo
[para que esto pase
Ve firmemente a la ventana. Préstale atención.
Música exquisita. Alexandra riendo.
Tus primeros compromisos tangibles otra vez.

Y tú que tuviste el honor de su tarde,
y que por ese honor viste el tuyo propio restaurado.
Dile adiós a Alexandra que se va;
Alexandra que se va con su señor.

Aunque duerme sobre tu satén;
aunque te despierta con un beso.
No digas que el momento fue imaginado;
no te rebajes a estrategias como esa.

Como alguien que se ha preparado mucho tiempo
[para la ocasión
En total control de cada plan que arruinaste.
No elijas la explicación del cobarde
que se oculta detrás de la causa y el efecto.

Y tú que fuiste desconcertado por un mensaje
cuyo código estaba roto, crucifijo sin cruz.
Dile adiós a Alexandra que se va
Después, dile adiós a Alexandra perdida.

Dile adiós a Alexandra que se va.
Después dile adiós a Alexandra perdida.

Suddenly the night has grown colder.
The god of love preparing to depart.
Alexandra hoisted on his shoulder,
They slip between the sentries of the heart.

Upheld by the simplicities of pleasure,
They gain the light, they formlessly entwine;
And radiant beyond your widest measure
They fall among the voices and the wine.

It’s not a trick, your senses all deceiving,
A fitful dream, the morning will exhaust –
Say goodbye to Alexandra leaving.
Then say goodbye to Alexandra lost.

Even though she sleeps upon your satin;
Even though she wakes you with a kiss.
Do not say the moment was imagined;
Do not stoop to strategies like this.

As someone long prepared for this to happen,
Go firmly to the window. Drink it in.
Exquisite music. Alexandra laughing.
Your firm commitments tangible again.

And you who had the honor of her evening,
And by the honor had your own restored –
Say goodbye to Alexandra leaving;
Alexandra leaving with her lord.

Even though she sleeps upon your satin;
Even though she wakes you with a kiss.
Do not say the moment was imagined;
Do not stoop to strategies like this.

As someone long prepared for the occasion;
In full command of every plan you wrecked –
Do not choose a coward’s explanation
that hides behind the cause and the effect.

And you who were bewildered by a meaning;
Whose code was broken, crucifix uncrossed –
Say goodbye to Alexandra leaving.
Then say goodbye to Alexandra lost.

Say goodbye to Alexandra leaving.
Then say goodbye to Alexandra lost.

03 febrero 2010

Dos años

Ayer estuve borrando mensajes viejos del móvil durante casi una hora. Un repaso de los dos últimos años de mi vida, desde el 25 de noviembre de 2007, cuando vi aquel concierto memorable (inolvidable). Borro a menudo, pero dejo muchos que considero hitos, momentos que quiero recordar. Ayer borré toda esa carga del pasado. No toda. Volví a dejar algunos hitos, pero muy pocos. Hice limpieza.

Y me di un paseo por todo lo que me ha pasado, todo lo que he perdido, todo lo que creí tener. Fue doloroso.

Ahora tengo las manos vacías. El camino está delante, como siempre ha estado. Un paso y otro paso. Pero cómo entiendo a quien el otro día decía: "todo está tan gris".

No hay que pensar en fracasos ni en pérdidas, pero pienso. No se pueden calibrar las experiencias de la vida en ganado o perdido, el dual y simplista bueno o malo, nada es así, la vida es más compleja, nosotros somos más complejos. Pero a veces no puedes evitarlo. Miras atrás y todo está seco y yermo. La esperanza languidece. El futuro no brilla.

02 febrero 2010

Lost s06

01 febrero 2010

Barton Fink (Joel Coen, Ethan Coen, 1991)

(Spoiler: si no la has visto, no leas a no ser que no te importe que te revele un par de cosas importantes).

Barton Fink es la última película de los Coen que he visto. No es la que más me gusta. Me ha provocado una angustia sin final. Este John Turturro, por Dios. Lo que se puede hacer con una cara peculiar y una inagotable capacidad de transmisión de emociones (sin aparente esfuerzo, sin apenas gesticulación).

Viendo la película me he debatido entre la angustia y la casi incomprensión. Es decir, no entiendo muy bien qué pasa. Entiendo el bloqueo del escritor, su ansiedad por estar haciendo algo que no quiere hacer. Entiendo que no se siente capaz de escribir y que su excusa es que no sabe qué tiene que hacer, qué se espera de él, cuáles son los mecanismos de escritura reglada, las normas del género (de cualquier género). Pero no entiendo por qué muere esa mujer, quién la mata, por qué Barton no se entera hasta mucho rato después de que esa muerte se ha producido.

Tampoco le veo sentido al incendio final, al personaje desquiciado de Charlie Meadows – Karl Mad Man Munt (otra gran interpretación de John Goodman, que me gusta desde Roseanne) avanzando mientras el pasillo estalla en llamas, toda la secuencia produciéndose ante nuestros ojos como si ahí no hubiese un incendio. Me pregunto ¿qué son esas llamas? ¿Están ahí de verdad o son una especie de símbolo, el producto de la mente en desintegración de un personaje (o de los dos)? No le veo explicación. Me ocurre lo mismo con el final, la muchacha de la playa que es la muchacha del cuadro que adorna la pared de la habitación del hotel. ¿Qué hace ahí, qué significa? ¿Qué final es ese? En realidad, no sé cómo acaba. Más angustia.

Pero hay otros momentos que deberían formar parte de la historia del cine y ser ejemplos de cómo se deben hacer las cosas. Me encanta, por ejemplo, en la escena en la que Barton se despierta junto a Audrey, la forma en que mata el mosquito en su hombro sin que ella se despierte ni se mueva y, en lugar de eso, la sangre empieza a manar debajo de su cuerpo, como si esa palmada fuera el verdadero motivo de su muerte (¿la verdad existe por sí misma o se hace real cuando se revela?, ¿existe la verdad sin la conciencia de la verdad?) El mosquito aplastado deja en la espalda de la mujer una incongruente y desproporcionada mancha de sangre que se queda en nada en dos segundos, cuando el resto de la sangre fluye de la herida todavía no vista. Increíble la capacidad visual de los hermanos Coen, su habilidad para la visualización espectacular de las cosas pequeñas (explosiones, helicópteros que atraviesan edificios de cristal, ¿para qué?)

Es curioso cómo los Coen hacen películas sobre apenas nada, no se acaba de vislumbrar cuál es la profundidad en la mayoría sus películas, es decir, parecen por momentos o en conclusión grandes bolsas de humo, pero qué humo más bien hecho y más bien contado, y al final siempre terminas encontrando grandísimas dosis de humanidad en sus personajes y en la manera en que se comportan. En suma, me gusta la trascendencia sin ínfulas de trascendencia que practican.

Barton es un pobre gilipollas: se cree un observador, se sitúa a sí mismo por encima del resto de escritores porque su tema es el hombre común y por encima del hombre común por ser un escritor; desprecia al que estima "mejor novelista americano" porque bebe, pero termina imitando su ejemplo (en un par de ocasiones Audrey le dice "no nos juzgue", porque sabe que lo está haciendo, como casi siempre lo hacemos, sin entender, y también se lo dice: "hace falta comprensión"); pone el grito en el cielo porque considera una amoralidad que este mismo escritor haya dejado que su secretaria y amante le escriba guiones y novelas, y una vez hecho esto pretende utilizarla con la misma intención (pero antes se acuesta con ella). Y, por sobre todas las cosas, y tal como le grita indignado su psicópata amigo, no escucha. Vive por y para sí mismo, detenido en observar su propia existencia, agobiado por sus propios problemas, por su propio dolor, miedo, incapacidad.

Son los Coen autores mordaces y crueles que no perdonan nada, no ocultan un defecto, no engrandecen a sus personajes, no tienen piedad. Y sin embargo dejan que los queramos, dejan que sepamos que son como nosotros, con toda la mezquindad y las pequeñas virtudes, la indefensión, la ternura.

Si hay algo que me gusta de verdad, son los ritmos de sus películas, la manera pausada en la que cuentan las cosas sin que eso signifique aburrirse ni perder el tiempo: el uso de las pausas y los tempos lentos con una finalidad concreta, con sabiduría. En la escena en que Fink llega al hotel, por ejemplo, y toca el timbre de la recepción: el tono emitido por la campanilla se queda resonando en el aire mientras Fink espera a que aparezca el recepcionista. Espera y espera hasta que el personaje interpretado por Steve Buscemi aparece de una trampilla en el suelo con un zapato y un cepillo en la mano y detiene con un dedo el sonido que todavía flota en el ambiente, antes de dirigirse a él. A continuación, Barton entra en en el ascensor, donde hay un hombre sentado en un taburete y mirando al frente, sin moverse ni hablar, como un maniquí. Se queda unos segundos ahí parado. Después pide ir al sexto piso, pero no hay una reacción inmediata del ascensorista. Durante otros cuantos segundos más no ocurre nada (el tiempo justo de preguntarse "¿me habrá oído?"). Después, el hombre se mueve y dice "Próxima parada, seis", mientras cierra las puertas del ascensor, como si volviera de algún lugar muy lejano, como si volviera de la muerte. Perfecta manera de introducir al espectador en la extraña y opresiva atmósfera del Hotel Earle que se completa con la iluminación matizada, polvorienta y ambarina, y con el plano general del interminable pasillo, que se repetirá innumerables veces a partir de ahora, con o sin zapatos en las puertas, como un leit motiv, un estribillo visual, hasta la última visión entre las llamas (reconozco que, aunque narrativamente no tiene ningún sentido para mí, visualmente es poderosa, sobre todo contrastada con la actitud indiferente de los personajes).

También se podría hablar de la manera en que juegan con el sonido. Los sollozos provenientes de la habitación de al lado, que provocan el encuentro entre Barton y Charlie Mad Man y que se repetirán después, cuando el propio Fink llore desconsolado tras la muerte de Audrey y la marcha a Nueva York de Charlie, y que funcionan como signos de puntuación de principio y final del bloqueo creativo de Barton.

Podría seguir escribiendo sobre Barton Fink indefinidamente. Y eso que en la lista de las nueve o diez películas de los Coen que he visto, no está ni de lejos en los primeros lugares de mi gusto (si alguien tiene curiosidad, me quedo sin lugar a dudas con The Big Lebowski, Fargo y No country for old men). Eso es lo que me parece increíble de este dueto. Que, hagan lo que hagan, siempre hay algo genial. Siempre hay horas y horas de reflexión y conversación (o monólogo, en este caso). Siempre hay varios momentos en que me dejan con la boca abierta aunque el significado final o el mensaje global se me escapen.

Me da igual. No hay nada más claro en este mundo que el "mensaje global" de Avatar. Puedo vivir sin él. Pero no sé si podría vivir sin las cortinas de luz que entran por las ventanas de los hermanos Coen.