29 marzo 2010

Ira

Nada humano me es ajeno. (Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo Publio Terencio Africano, para que no os vayáis de aquí sin por lo menos haber leído un latinajo y el nombre de su padre).

Los siete pecados capitales (lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia) no son, en el fondo, más que un compendio no exhaustivo de meras características humanas cuya moralidad va más, si se piensa, en los ojos del que mira. Es decir, se pueden considerar más "debilidades" que pecados. Hace mucho tiempo que tengo otro concepto del pecado. Mucho más benévolo.

La idea, en fin, es luchar contra ellos con las virtudes correspondientes (castidad, templanza, generosidad, diligencia, paciencia, caridad y humildad, respectivamente).

Hace unos días recitábamos en una reunión informal estos pecados y cada uno hacíamos un poco de ejercicio de conciencia sobre cuáles de estos pecados eran propios de nuestro comportamiento. Ahí es donde yo me acordé de la frase de Terencio. A mí me parece que yo hago gala de todos ellos. Unos más que otros, por naturaleza, pero todos sin excepción.

El peor es la ira. Me enfadan las tonterías que veo, las injusticias, la mayor parte de la gente en buena parte de sus circunstancias, las incongruencias, las incoherencias de los demás, mi propia inacción a veces. Después me enfrío otra vez. Me pongo en el lugar del otro, pienso en otra cosa, razono. Pero rara vez exteriorizo esa ira. Pienso, supongo, que los demás no tienen la culpa de esa falta de paciencia o de que a mí me sienten mal las cosas.

Esta tarde, en una visita al fisioterapeuta, a modo de bonus me ha hecho una especie de exploración. Me ha dicho que tengo una tensión particularmente notable en el órgano llamado vesícula. Y que ese órgano tiene que ver con la ira.

La verdad es que me ha dejado bastante sorprendida. Soy de la opinión de que el cuerpo hay que cuidarlo (más o menos). Así que, si me veis dar un grito a destiempo, hacer un comentario fuera de tono, no penséis que soy borde o que tengo mal carácter: procurad ser comprensivos y pensad que estoy cuidando amorosamente mi vesícula.

23 marzo 2010

Jungleland

Para oír bien esta canción hay que despojarse de pensamientos y preocupaciones. Dejar por un momento en suspenso la vida real, el sol y la lluvia, el trabajo, las vacaciones. Apartar a un lado el desasosiego, las expectativas, la frustración, la alegría y la tristeza. La idea de soledad, la inteligencia, el hambre y la sed.

Así, desnudo, cierra los ojos y solo escucha. Deja que la fuerza de la música mande en los músculos y en la sangre.

Esta canción necesita que te pares. Que dejes de hacer lo que coño sea que estés haciendo. Que le des diez minutos de tu vida.

Párate. Desconéctate. Escucha.


21 marzo 2010

Tarde de domingo

Me aburro. Me da por entrar en un chat, algo que no hacía en años. No necesito muchos minutos para recordar por qué.

Menos mal que dentro de un rato empieza la final de Indian Wells.

Escucho a Wilco. No están mal.

18 marzo 2010

Estreno cajón

Bajaba hoy las escaleras cargada con una maleta y unas cuantas cosas más cuando se me ocurrió un nuevo cajón para este sitio. Soy mucho de soltarme a mí misma frases lapidarias que analizan o sintetizan situaciones, a veces sin rastro de compasión. De modo que he pensado (si recuerdo o tengo ocasión de apuntarlas) abrir este cajón titulado Simples verdades como puños.

Me estreno con una idea que apuntaba mientras apuntaba la idea, valga la (pronto cuádruple) redundancia:

Si lo apunto, no necesito apuntarlo.

16 marzo 2010

Oportunidades

No quiero ponerme filosófica ni trascendental. Es decir, iba a empezar diciendo algo grandilocuente como "A veces la vida". Y no quiero. Aunque a veces, la vida.

El caso es que hay oportunidades, ¿no? Caminos que se abren (oh, oh) ante ti. Tienes dos opciones (siempre), que son sí o no. Seguir el camino nuevo o desecharlo. Pero hay que ser consciente de algo: todos los caminos que no eliges se van directamente a la cuenta del debe, y de ahí al pozo de las cosas perdidas sin remisión. No hay más ocasiones. Solo quedan el "debería haberlo hecho" o el "qué habría pasado" ahí detrás, volviendo periódicamente a soltarte una colleja.

A mí suelen impedirme tomar esos caminos alternativos o bien motivos poéticos, como el miedo, o bien prosaicos, como el dinero. O ambos de forma conjunta. De repente, decido que "no me apetece tanto", que "es que mira todas las otras cosas que tengo que hacer". Y me quedo observando cómo el plan se diluye en el aire frente a mis ojos, las manos a los costados, y luchando (internamente, pero sin reconocerlo) contra la desolación de no haberme atrevido. Otra vez. Después me siento tan mal, miro atrás y me hago todas esas preguntas. Sobre todo si gané algo en la renuncia. La respuesta suele ser no. El dinero me lo gasto en otra cosa imbécil. El miedo sigue ahí.

No quiero eso para mi vida. Ni me gustan los cobardes ni quiero ser una de ellos. Tengo un proyecto nítidamente dibujado en el aire ante mis ojos. Tengo que tomarlo o dejarlo. No tengo dinero. Tengo miedo.

Lo tomo.

13 marzo 2010

Giving up

El otro día, respondiendo racionalmente al ataque de mis amigos, que me llamaban friki por ser fan de Lost, les contesté (creo que ya lo he dicho) que eran ellos y no yo los que estaban fuera del mundo por no haber visto la serie y no haber participado del fenómeno. Que el mundo había cambiado en una parte (si quieres) humilde, y que ellos simplemente se lo habían perdido. Yo estoy segura de que eso es cierto, y por eso, después de decirlo, vi la duda en sus ojos. Vi pasar por sus mentes la idea de que tal vez era cierto. Tal vez se han quedado fuera. Ellos se ríen de mí, pero yo soy quien ha visto Lost, yo soy quien conoce la importancia del número 23. Fingen que no les importa, pero yo sé que les jode.

Pero claro. Este tipo de razonamiento se puede aplicar a todos los objetos que significan en cualquier medida una revolución. Esa misma noche (tal vez la siguiente), pensando no sé por qué en el enésimo link que no pude pinchar por no ser del club, me di cuenta de que, por otra parte, era yo la que no estaba en el mundo. En ese otro mundo que ha sufrido un cambio en los niveles generales de comunicación entre usuarios. Me di cuenta de que estaba enrocada, maniáticamente, en ese absurdo lugar entre el alfil de la cerrazón y la torre de la exclusividad. Me recordé a mí misma a esos cabezotas que tardaron 5 años en comprarse un móvil.

No quiero quedarme sola en el desierto.

Total: que me he rendido.

Ya estoy en Facebook.

02 marzo 2010

Lo imprevisto

"Muy lentamente y sin darse mucha cuenta, Ignacio Abel se había ido reconciliando con la presencia de los dos niños en el mundo y había descubierto, no sin asombro, que eran la parte más luminosa de su vida. Asistir al crecimiento de sus hijos y encontrar en sí mismo un yacimiento de ternura en el que nunca había reparado le enseñó a Ignacio Abel a desconfiar de la decepción y a permanecer atento y agradecer lo inesperado. La decepción podía ser tan halagadora y tan engañosa como el vano entusiasmo. Lo que la vida real imponía al deseo y al proyecto no eran solo amargas limitaciones: también posibilidades que nadie había anticipado, los dones de lo azaroso y de lo imprevisto. (...) No había plano tan perfecto que permitiera descartar la incertidumbre. Solo la prueba del paso del tiempo y de la acción de los elementos revelaba la belleza de una construcción, ennoblecida por la intemperie y gastada por el tránsito de las vidas humanas igual que el mango de una herramienta o que los peldaños de una escalera. Y si el cumplimiento de lo que había deseado sin esperanza cuando era muy joven le producía un fondo de decepción y desgana que los años agravaban, todo lo mejor que tenía era la consecuencia de lo inesperado."

Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos (Seix Barral, 2009)

Este texto me habla de la conveniencia de mirar lo bueno de las cosas. Para esto, se impone como primera condición mantener bajo control en la medida de lo posible los deseos y las expectativas con respecto a personas y circunstancias. A partir de cierta edad, se hace imperativo luchar contra el miedo al cambio, tratar de comprender las ventajas de la pérdida de control sobre los acontecimientos de la vida que nos afectan o pueden afectarnos. Debemos comprender cómo lo inesperado, lo no planeado o lo imprevisto nos aportan en muchas ocasiones (¿casi siempre?) las mejores oportunidades de adaptación, de crecimiento y de aprendizaje. Por lo tanto, el esfuerzo se debe centrar en dejar paso a la espontaneidad.

Según escribo esto me doy cuenta de que hay (no tan) sutiles contradicciones en el fondo: ¿cómo te puedes "esforzar" en ser "espontáneo"? Y es que parece que a medida que nos hacemos mayores vamos perdiendo la flexibilidad para adaptarnos a las novedades y va aumentando nuestro miedo a lo inesperado, al cambio de tendencia, a la pérdida de los elementos que consideramos "seguros" en nuestras vidas, que nos proporcionan tranquilidad y estabilidad. Y nos vemos obligados, si queremos seguir siendo 'jóvenes', a hacer ese esfuerzo para liberarnos de nuestras rigideces. Para evitar que la parálisis nos invada.

Hace un par de noches y por recomendación de personas muy de fiar vi Up in the Air (Jason Reitman, 2009). Y si bien no es una película que pasará a la historia (desde luego, espero que no ganando un Oscar, aunque hay que reconocerle más méritos narrativos, de planteamiento y de concepto que a la raquítica Avatar), el caso es que plantea alguna idea interesante. Tal vez lo hace un poco demasiado con un tono de libro de autoayuda, lo cual a mis ojos la desmerece, pero plantea, por ejemplo, que un terremoto vital como ser despedido de un empleo que llevas ejerciendo 15 o 20 años puede ser el comienzo de una nueva vida. Por supuesto y contra lo que tiendes a pensar en un primer momento, de una vida mejor. El personaje de George Clooney se tiene que enfrentar a un gran imprevisto, curioso por lo poco habitual, que es (ojo! espoiler) la irrupción del amor en una vida organizada en función de la no existencia de semejante sentimiento. Y esta convulsión de sus estructuras le obligará (probablemente) a aplicarse a sí mismo (y a ver con otro sentido) las frases de vacío consuelo que dedica a las personas que despide en ejercicio de su cruel profesión.

No tenía intención de hablar de esta película, pero la línea de pensamiento me ha llevado a ello sin quererlo. De forma inesperada este texto se ha llenado de contenido, se ha dirigido casi sin mi intervención hacia una reflexión que en principio no pretendía ser tan profunda ni tampoco mezclar dos narraciones a priori tan diferentes como la (hasta ahora magnífica) novela de Muñoz Molina y la película bastante menor de Reitman. Pero disfruto de esta irrupción de lo sorprendente y paro aquí, antes de convertir esto en otro de esos Post Interminables.