19 junio 2011

El día que murió Clarence Clemons

Este fin de semana me ha tocado desenterrar toneladas de pasado que tenía guardadas en un armario. Cuando empecé a sacar cajas y a inspeccionar lo que contenían me di cuenta de que iba a ser bastante más duro que un aséptico "haz sitio". No lo calculé bien.

Empecé el sábado. De aquellas cajas a mis manos saltaban cartas, fotos, apuntes, entradas de conciertos de Sabina, diarios, poemas, guiones de mis amigos, librillos de canciones, entradas de cine, mi cara de niña sonriendo con los ojos tristes en carnés o en paisajes, momentos buenos, malos, regulares, inclementes, indiferentes a mis sentimientos, despertando los recuerdos.

Y no importa que todo haya sido para bien, no importa que ahora todo esté en su sitio, no importa que hubiera momentos muy felices en esa colección amontonada, ese ejercicio, por poco que quieras profundizar, por pocas cartas que leas, por pocos cuadernos que abras, por pocas fotos que mires, siempre es un ejercicio doloroso.

Cuando no pude más, salí huyendo, dejándolo a medias. Me fui con mi amiga a dar una vuelta y tardé varias horas en volver.

Cuando desperté esta mañana, Clarence Clemons había muerto. Y sin levantarme de la cama lloré durante diez minutos. No supe por qué, sigo sin saberlo. No sé si fue por el pasado dentro de ese armario o por todo lo que se ha perdido con esa muerte de una persona que no conozco de nada pero que sin embargo, como decía mi amigo, es una parte importante de mi alma.

Las experiencias ocurren y después se desvanecen y dejan algo o no dejan nada. Las personas pasan, te tocan el corazón, y después se desvanecen. Y te dejan algo o no te dejan nada. Ya está. Es así. Sigue andando.

Y no sé si es por ese puto armario o por esa puta muerte, pero yo llevo todo el día llorando. Y me siento triste, estoy tan triste que yo misma no me reconozco, y siento una pérdida dentro que no puedo explicar a nadie que no sienta lo mismo. Y quiero llorar más, quiero llorar a gritos, quiero llorar todo lo que no he llorado en los últimos, yo qué sé, dos, tres, cuatro años. ¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba así?

¿Cuántas lágrimas me debo?


12 junio 2011

Before sunrise y Before sunset, Richard Linklater

Hoy traigo dos en vez de una. Son dos películas románticas, de esas cuyo tema es el amor verdadero. O el amor, tal vez sea mejor quitarle el adjetivo.

(Todos queremos creer que love is real. Bueno.)

No voy a contar mucho de ellas. Diré solo que la primera, de 1995, narra un encuentro entre una chica (Julie Delpy) y un chico (Ethan Hawke) de veintipocos: se conocen en un tren y se despiden a la mañana siguiente habiendo vivido unas horas muy especiales. La segunda, de 2004, muestra su reencuentro, años después.

Tengo un pequeño problema con los cuentos de hadas, y se llama escepticismo. Afecta a otros ámbitos de mi vida también. Pero, pese a este pequeño desajuste, he podido disfrutar mucho de estas dos pelis hoy.

Y me han gustado porque son una especie de experimento muy interesante de ver. Y es que acompañamos a estos dos personajes en dos momentos importantes de sus vidas y vemos, de la película uno a la película dos, cómo estos personajes han crecido, han puesto 9 años a sus cosas. A la forma de enfrentarse a la vida, a sus rostros y sus cuerpos. A lo que buscan, quieren, esperan y dan.

Hay un momento en la película dos, Before sunset, en que ella comenta que hace poco estuvo releyendo un diario del año ochenta y pico (esto es, más o menos 10 años antes de su primer encuentro). Y que, aparte de ser más inocente entonces, ve pocas diferencias en cómo aquella niña de 9 años se enfrentaba a las cosas con respecto a la mujer de 32 del presente. Y estuve de acuerdo con ella al oírla decirlo (y recordar mis propios diarios infantiles).

(Unas de las mayores virtudes de este dúo de pelis es que son guiones fundamentalmente basados en los diálogos; los personajes hablan y hablan y hablan y hablan; y dicen muchas cosas que son pura verdad y pura vida.)

Conocemos muy poco de los dos personajes, tan poco como ellos mismos, probablemente, y sin embargo vemos todos esos pequeños cambios que se han producido en el camino a la madurez. Cambios en la risa de ella o en la seguridad en sí mismo de él. Cambios en la forma que tienen de decir las cosas y también en las propias cosas que dicen: la forma de autoanalizarse tan característica de los treinta que está totalmente ausente a los veinte, las conclusiones a las que llegan, la forma de autodefinirse y delimitarse. Los arranques de neurosis, las inseguridades, los fantasmas.

O la forma en que se enfrentan a sus sentimientos, que es mucho más natural y exenta de prejuicios en el primer encuentro que en el segundo. Hay otra cosa interesante, casi conmovedora: cuando se encuentran con veinte, piensan que la magia es lo normal. Se dan cuenta de que están viviendo algo especial, pero no son capaces de calibrar hasta qué punto. Esa calibración la realizan a lo largo de los siguientes nueve años, y comprueban su fiabilidad en su segundo encuentro. La magia es un milagro, constatan. Esa conexión es un milagro. No ocurre todos los días. No ocurre nunca. Esa conciencia de que las oportunidades rara vez se presentan dos veces, la necesidad de aprovecharlas.

También es cierto que películas como estas (también metería cosas como The bridges of Madison County o En la cama, de Matías Bize) te hacen pensar que el amor eterno dura un rato. Un rato muy corto.

No me puedo resistir a poner una de las escenas mejor rodadas e interpretadas, y mudas, que he visto en mucho tiempo. Es primavera y ando algo coja de experiencias emocionantes, así que al ver este minuto glorioso la adolescente que todavía vive en mí pasó un rato de regocijo indescriptible. Disfrutad:

11 junio 2011

Me pierdo

Leo en un blog de crítica literaria (este) lo siguiente:

La obra de Belén Gopegui se bajó de la limusina lírica cuando el concepto de "lo real" pasó por su casa montado en bicicleta. Lo real era a pedales y no admitía el combustible de la metáfora ni de la música. Su prosa se volvió entonces (La conquista del aire) de pedernal y bordillo, altamente ajena al lenguaje literario que estimamos concerniente a toda obra literaria.

Me congratulo enormemente. Pienso "tal vez consiga encontrar por fin un autor español que no me dé ganas de vomitar con el empalagamiento estilístico".

Después de vomitar por culpa de mi propia frase, busco Acceso no autorizado, la novela objeto de la crítica, en Google. La página web de la novela (esta) ofrece generosamente la lectura gratuita del primer capítulo.

La novela empieza así:

La luz de las farolas atravesaba las copas de los árboles y ascendía cada vez más débil. Los pisos altos quedaban sumidos en la oscuridad componiendo un segundo Madrid, varado en sombras, una extensa atalaya desde donde presenciar la intemperie de los cuerpos que aún y hasta el amanecer seguían desplazándose de un lado a otro por las calles encendidas.

¿Varado en sombras?

¿La intemperie de los cuerpos?

¿Calles encendidas?

¿Dónde está el pedernal? ¿Dónde el bordillo?

Me cago en dios.